Este texto es el crudo de la columna de opinión de la Lic. María Elena Elmiger, profesora e investigadora de la Facultadad de Psicología de la UNT y psicoanalista, que saldrá publicada mañana en la sección Policiales del diario El Tribuno. Como fue editada, por respeto a su autora tomé la decisión de postearla.
En principio habría que decir que no puede pensarse en un “perfil” del homicida. No siempre alguien que “goza” haciendo sufrir a sus semejantes (lo que sería un perverso o un psicópata) comete un homicidio. Y, muy frecuentemente, alguien que no pensó nunca matar a nadie, sí comete el crimen. Diríamos que no hay un homicida “típico” como postulaban algunas escuelas de la criminología. Si esto ocurriera (tipificar al homicida) se podría prejuzgar fácilmente por el color de la piel, por el sexo, por el dinero, etc. O, el homicida sería inimputable: ya nació destinado al homicidio. No puede hacer nada para evitarlo. Esto es muy simple, y además, no enfrenta estructuralmente el problema del homicidio.
¿Por qué hay tantos casos de homicidios? ¿Por qué tantos en las familias, parejas, amigos?
Sin poder generalizar, porque habría que ver en cada caso las causas que desencadenaron ese acto loco, hay que pensar en el marco que dan las épocas.
La Argentina padece de una grave enfermedad: la impunidad. Enfermedad que hay que combatir con urgencia pues se infecta el lazo social mismo. No puede subsistir una sociedad en un marco de impunidad.
Cuando se quiebran las leyes, haciendo “como si” no se las quebrara, (ejemplo claro en los hechos corruptos en general: se realiza algo que parece legal, pero todos saben que no lo es, la impunidad se ostenta) los sujetos responden desde diversas posiciones. Algunos –pocos- se niegan a aceptar el hecho. Pero el “común de la gente”, mira para otro lado: “¡Qué voy a hacer!”, “a mí no me toca”, “no es en mi barrio”, “ese sabe hacer guita”… todos escuchamos o dijimos esto alguna vez. Hace 30 años era “por algo será”.
Echemos un vistazo a las complicidades en la clase media: no se dice ladrón, se dice “cleptómano”. No se dice estafador: se dice “sabe hacer negocios”. No se dice compró algo robado. Se dice: “aprovechó la oportunidad”. No se dice fraude electoral, se dice “bolsones”, o “clientelismo político”. Todo esto se paga muy caro tanto subjetivamente como en la sociedad.
La impunidad y la mirada cómplice de los otros, hace que fácilmente se llegue al pasaje al acto homicida.
Los sujetos “van dejando rastros”. Si alguien roba y la familia lo encubre o lo llama “enfermo” muy probablemente el robo se convierta en algo más. Si alguien provoca un accidente por su irresponsabilidad y se dice:”tuvo la mala suerte” muy probablemente la próxima vez el “accidente” sea peor. Cuando un joven se alcoholiza, tiene un coma alcohólico, o se lastima por esto y la familia dice: “tiene 15 años, cuándo lo va a hacer”, seguramente la próxima vez la “ebriedad” irá acompañada de algo peor. Si uno de la pareja es violento con el otro y se dice “es por celos” se está encubriendo a un homicida.
Estas cosas aparentemente banales por lo cotidianas son lo que va llevando a alguien al nivel de la omnipotencia de creer que todo le es posible: hasta matar. Si todo está permitido: ¿por qué no matar? El problema es que una sociedad no sobrevive de esta manera. Si todos fuéramos menos “permisivos” en las pequeñas cosas, haríamos que la sociedad sancione con más fuerza los actos delictivos. Pero es de hipócritas comprar un celular robado y pedir “mano dura” para los ladrones.
Quiero decir: tanto la justicia como la sociedad debe juzgar los hechos cuando éstos son delictivos o ilícitos. Vengan de quién venga. Si no es así, cuando alguien de clase media es juzgado, se encuentra la forma de llamarlo inimputable: porque estaba loco o por emoción violenta… (Esto en los casos que llegan a tribunales, otros -la mayoría- no llega).
Cuando los pobres cometen un ilícito (cada vez más, sabemos que los bolsones de pobreza son verdaderos “campos de concentración”) la cárcel o el castigo, lejos de ser una sanción que evite nuevos homicidios son “campos de entrenamiento” en el delito.
Para sintetizar lo dicho: cualquiera puede cometer un crimen. Cualquiera al que se le “aflojen” las cuerdas de la vergüenza, de los diques morales. Cualquiera que crea que su 4x4 es el icono de su vida y viva como si eso fuera todo en la existencia. Cualquiera a quien nadie diga: ¡basta!
No se trata ni de enfermos, ni de personalidades, ni de perfiles.
En principio habría que decir que no puede pensarse en un “perfil” del homicida. No siempre alguien que “goza” haciendo sufrir a sus semejantes (lo que sería un perverso o un psicópata) comete un homicidio. Y, muy frecuentemente, alguien que no pensó nunca matar a nadie, sí comete el crimen. Diríamos que no hay un homicida “típico” como postulaban algunas escuelas de la criminología. Si esto ocurriera (tipificar al homicida) se podría prejuzgar fácilmente por el color de la piel, por el sexo, por el dinero, etc. O, el homicida sería inimputable: ya nació destinado al homicidio. No puede hacer nada para evitarlo. Esto es muy simple, y además, no enfrenta estructuralmente el problema del homicidio.
¿Por qué hay tantos casos de homicidios? ¿Por qué tantos en las familias, parejas, amigos?
Sin poder generalizar, porque habría que ver en cada caso las causas que desencadenaron ese acto loco, hay que pensar en el marco que dan las épocas.
La Argentina padece de una grave enfermedad: la impunidad. Enfermedad que hay que combatir con urgencia pues se infecta el lazo social mismo. No puede subsistir una sociedad en un marco de impunidad.
Cuando se quiebran las leyes, haciendo “como si” no se las quebrara, (ejemplo claro en los hechos corruptos en general: se realiza algo que parece legal, pero todos saben que no lo es, la impunidad se ostenta) los sujetos responden desde diversas posiciones. Algunos –pocos- se niegan a aceptar el hecho. Pero el “común de la gente”, mira para otro lado: “¡Qué voy a hacer!”, “a mí no me toca”, “no es en mi barrio”, “ese sabe hacer guita”… todos escuchamos o dijimos esto alguna vez. Hace 30 años era “por algo será”.
Echemos un vistazo a las complicidades en la clase media: no se dice ladrón, se dice “cleptómano”. No se dice estafador: se dice “sabe hacer negocios”. No se dice compró algo robado. Se dice: “aprovechó la oportunidad”. No se dice fraude electoral, se dice “bolsones”, o “clientelismo político”. Todo esto se paga muy caro tanto subjetivamente como en la sociedad.
La impunidad y la mirada cómplice de los otros, hace que fácilmente se llegue al pasaje al acto homicida.
Los sujetos “van dejando rastros”. Si alguien roba y la familia lo encubre o lo llama “enfermo” muy probablemente el robo se convierta en algo más. Si alguien provoca un accidente por su irresponsabilidad y se dice:”tuvo la mala suerte” muy probablemente la próxima vez el “accidente” sea peor. Cuando un joven se alcoholiza, tiene un coma alcohólico, o se lastima por esto y la familia dice: “tiene 15 años, cuándo lo va a hacer”, seguramente la próxima vez la “ebriedad” irá acompañada de algo peor. Si uno de la pareja es violento con el otro y se dice “es por celos” se está encubriendo a un homicida.
Estas cosas aparentemente banales por lo cotidianas son lo que va llevando a alguien al nivel de la omnipotencia de creer que todo le es posible: hasta matar. Si todo está permitido: ¿por qué no matar? El problema es que una sociedad no sobrevive de esta manera. Si todos fuéramos menos “permisivos” en las pequeñas cosas, haríamos que la sociedad sancione con más fuerza los actos delictivos. Pero es de hipócritas comprar un celular robado y pedir “mano dura” para los ladrones.
Quiero decir: tanto la justicia como la sociedad debe juzgar los hechos cuando éstos son delictivos o ilícitos. Vengan de quién venga. Si no es así, cuando alguien de clase media es juzgado, se encuentra la forma de llamarlo inimputable: porque estaba loco o por emoción violenta… (Esto en los casos que llegan a tribunales, otros -la mayoría- no llega).
Cuando los pobres cometen un ilícito (cada vez más, sabemos que los bolsones de pobreza son verdaderos “campos de concentración”) la cárcel o el castigo, lejos de ser una sanción que evite nuevos homicidios son “campos de entrenamiento” en el delito.
Para sintetizar lo dicho: cualquiera puede cometer un crimen. Cualquiera al que se le “aflojen” las cuerdas de la vergüenza, de los diques morales. Cualquiera que crea que su 4x4 es el icono de su vida y viva como si eso fuera todo en la existencia. Cualquiera a quien nadie diga: ¡basta!
No se trata ni de enfermos, ni de personalidades, ni de perfiles.
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